1 de diciembre de 2010

Reflexiones de una invernal mañana de otoño

Creo que es mucho más sencillo reconocer en los demás los miedos que en uno mismo. Sentir que el vacío te inunda no es más que dejarse envolver por la sábana del pánico a la soledad. Asumir que la culpa se ha adueñado de tí es como alimentarse a base de ese guiso de pescado que sabes que te hará bien si lo tomas, pero que te horripila al sólo contacto con el paladar. Lamentar cada minuto de tu vida que estás perdiendo ese minuto por no estar al lado de los que quieres es el ungüento que nos damos quienes dedicamos demasiados minutos a los demás. Las medicinas se inventaron para hacernos olvidar el dolor, pero el dolor debe seguir transpirando por nuestros poros, porque si alguna vez deja de hacerlo nos habremos plastificado ante la vida y así, ya solo seremos un miembro más del ejército de autómatas que pueblan nuestras calles, los pasillos de nuestras redacciones, las salas de espera de los hospitales, los salones de nuestros palacios, los bancos del parlamento...
Que el mismo deseo irrefrenable de que algo ocurra vuelva, una y otra vez sobre uno, a cada momento, y con mayor intensidad cuando estás solo, debe ser un síntoma de vida. Después de haber experimentado la apatía del aburrimiento ahora mismo desearía retornar a aquel estado. Lo he clasificado con tanto detalle en mi cabeza que sólo se lo puedo atribuir a una página en mi álbum de recuerdos. Tenía 12 años, hacía frío, mucho frío en la calle, o quizás calor, un calor sofocante de verano. Me acomodaba en un rincón del sofa cama, de aquella sala de estar donde siempre se respiró tanta limpieza y tanta tibieza de hogar. A sólo un golpe de vista, allá al fondo del pasillo, podía ver a mi madre, limpiando ese pescado que me hacía, ese guiso que preparaba para curar mi enfermedad, para sanar el dolor de mi alma. La veía trabajar y de rabia gritaba por dentro: “me aburro!”. Era la nada, esa de la que hoy me he topado, curiosamente, con dos referencias.
Aquel recuerdo quedó grabado, pero tan sólida ha sido su impresión, que es un recuerdo que no podrá jamás derretirse para volver a cubrir mis pensamientos. Ahora soy yo quien está al otro lado del pasillo... a veces miro hacia la sala de estar y nadie me devuelve la mirada. Me invade el pánico, el dolor, la soledad, la culpa... Creo que debería ir a por un medicamento, espero que sus efectos pasen pronto.