3 de abril de 2014

Paseo urbano


Se calzó unas viejas babuchas de piel y salió a la calle para despertar con el frío y la aspereza del asfalto bajo sus talones. Necesitaba experimentar cierto dolor. Ser consciente de que tras un paso vendría otro, y luego otro… E incluso creía conveniente llegar a retorcerse por la punzada ajena que deja en los costados la huida.

Sentía que el viaje hacia su autoconocimiento comenzaría una vez que se atreviera a abandonar de manera silenciosa aquella casa, preñada de ruidos y olores, que con no poco esfuerzo había contribuido a llenar durante los últimos años.

Atrás dejaría muchas metas alcanzadas. Más, probablemente, de las que había soñado cuando era pequeña. Demasiadas cosas terminadas y otras muchas por terminar. Estas últimas especialmente apiladas, esperando su turno; aguardando ya más tiempo del debido, molestando su conciencia y haciéndole tropezar cada día.

Había cometido la torpeza de convencerse de que la felicidad se la ganaría a pulso por sí misma, que sola habría de encontrarla, y que no necesitaría a nadie para conseguirla. Y que por eso sería doblemente más feliz cuando una vez alcanzado ese grado de bienestar pudiera, ya sí y sólo entonces, compartirla con la persona adecuada.

Con cada decepción, año tras año, mes a mes, el ritual se repetía: miraba siempre al espejo, la vista aturdida por los nubarrones, y se veía como una figura de El Greco. Lo que más miedo le daba no era observarse así, deformada y espectral: una niña disfrazada con la piel de una mujer, siempre con más tallas de las debidas…. Algo indefinible, sin brillo ni belleza, ni ortodoxa ni figurada… algo como un ser humano a medio diseñar, incompleto entre las curvas groseras de su cuerpo y las sombras malvas de sus ojos.

Lo que de verdad le aterrorizaba es que alguien más pudiera verlo. Por eso siempre evitó todo lo que pudo que su dolor fuera visible, aunque no siempre lo conseguía.

Entonces, en esos momentos de debilidad en los que por un error alguien se había dado cuenta de lo que ocurría ella sacaba la bolsa del confeti y empezaba a esparcirlo. Generalmente no era necesario hacer más: la sola incredulidad del interlocutor bastaba para hacer olvidar el problema.

Al fondo de la calle un coche se dirigía despacio hacia ella. Tendría que variar el rumbo y volver a subir a la acera. Ese no era el camino, estaba claro. Mientras aguantaba todo lo posible para hacerlo, dudando entre cerrar los ojos o dejarlos así, entreabiertos y deslumbrados por la bruma, volvió a pensar en los porqués y sintió un vértigo terrible que le obligó a sentarse sobre el bordillo.

Con la cabeza entre los brazos comenzó a repasar cada una de las veces que se había negado a toda ayuda.

¿Nunca la ayudaron o siempre la negó? ¿Víctima o mártir? ¿Tan trágico tenía que ser todo? ¿Sentirse así era un delirio egoísta? ¿Se sentía superior? ¿Dramatizaba en cada instante en que vivía? ¿O era sólo simple angustia? ¡Qué duro era volver a auto analizarse así! Ella no quería volver a alimentar esas ideas, ella simplemente quería pasar página, curarse de aquellos males como quien supera una gripe. Todo aquello la dejaba extenuada pero sabía que pronto volvería a sentirse mejor. La mentira más grande jamás vestida con tanto brillo. Porque sabía que el dolor, la levedad del ánimo, iban a volver, lo harían en cualquier momento. No avisa, eso ya lo había aprendido.

Pensar en todo aquello, dar vueltas en espiral sin hallar la salida, ahondaba aún más el pozo que se abría bajo sus piernas. Un hormigueo extraño se había instalado en la base de sus gemelos y trepaba hacia su espalda como un enemigo desconocido e insaciable. Cuando el temblor conseguía humedecer sus ojos llegaban de inmediato los reproches. La tristeza que le invadía se transformaba en furia.

Es injusto, se decía, que nada de lo que con tanta fe construí ahora me ayude a espantar este fantasma azul que se empeña en abrazarme.
Las cavidades de su corazón ya se habían contaminado de las malas recetas que usó en los años anteriores para superar a diario esa sensación de abandono absoluto a la que se veía sometida. Ahora era preciso salir a caminar y expulsar el veneno que de nada le ayudó.
Todos, sin excepción, se habían marchado de su lado. Llevaba sola muchos años, pero era en los últimos días cuando realmente se estaba dando cuenta de su invisibilidad. Quiso gritar, pero fue imposible, seguía muda, como cuando niña las compañeras de escuela se metían con ella.