Deslizó hacia la izquierda el dedo. Sólo buscaba acceder a
ese espacio digital que le estaba permitido visitar ahora, por recomendación
médica.
Había pasado lo peor del vendaval: gritos, una botella de
vino derramándose furiosa fregadero abajo, la persiana bajándose con la
violencia de una guillotina, para cercenar esas palabras groseras que se
arremolinaban en su garganta.
Después de varios minutos sintiendo el vaivén de la tormenta
que había dejado atrás vinieron a buscarla. De uno en uno, primero con
preguntas, después con consejos, finalmente, con un abrazo que le ayudó a
empezar a serenarse.
Su compañero se acababa de recostar a su lado, pero sólo
para cubrirse de las heridas con el edredón. La espalda curva, la respiración
profunda, un silencio que no tardaría mucho en despertar de nuevo a la bestia.
Y ella no quería eso. No era el momento, ni el lugar.
Por eso salió despacito de la cama, marcó un teléfono y se
dejó hacer. Carmen siguió, paciente, el protocolo para estos casos. Y a pesar de ser nueva en esto, enfocó
rápidamente el problema y acertó con los consejos que le fue dando.
Sólo redes sociales de amigos y familia. Ese había sido uno
de los consejos. Separa, respira, cuídate, y créete que ya haces SUFICIENTE.
Quiérete porque estás queriendo a todos mucho, sin darte cuenta, y te estás
entregando sin medir las consecuencias. Y cuando llegues a casa -seguían los
consejos-, cuando vuelvas de ese mundo que te atemoriza, recupera para ti un
rincón. Así que sólo redes sociales ‘amables’. Deja el trabajo para mañana. Ya
habrá tiempo de volver a emborracharse con datos y duros testimonios.
Por eso respiró, se animó. Y por eso, tras dar un beso y un
abrazo a su compañero, una vez habían pasado cuarenta minutos y tres
cigarrillos después, la ventana abierta y el sol entrando a bocanadas, se
acercó de nuevo al teléfono y tocando, casi con miedo, la pantalla, deslizó
hacia la izquierda el dedo.
Y consultó un estado. Y vio algo que no le gustó nada. La
prepotencia, la chulería, el descaro en una imagen. La prueba que necesitaba
para saber que, a partir de ahora, si quería seguir usando esa red social para
cuidarse el alma, y cuidar de quienes quería, habría de eliminar de ella a mucha
gente, esa mujer de altanera sonrisa, entre otros.
Pero antes de hacer aquello, volvió a respirar despacio por
espacio de veinte minutos. Escribió estas líneas y decidió que no merecía la
pena. Ahora el cosmos estaba empezando a alzar su voz, para dolor o dicha de
todos los humanos la maquinaria había comenzado a moverse. Y ella no era quien
para juzgar aquel acto de profundo egoísmo. Acabó de escribir estas letras y
cogió a su hija de la mano. Iba a terminar el día con ella, haciendo algo
realmente agradable. Algo que de verdad mereciera la pena.