29 de marzo de 2020

Vencida y vencedora


Deslizó hacia la izquierda el dedo. Sólo buscaba acceder a ese espacio digital que le estaba permitido visitar ahora, por recomendación médica.
Había pasado lo peor del vendaval: gritos, una botella de vino derramándose furiosa fregadero abajo, la persiana bajándose con la violencia de una guillotina, para cercenar esas palabras groseras que se arremolinaban en su garganta.
Después de varios minutos sintiendo el vaivén de la tormenta que había dejado atrás vinieron a buscarla. De uno en uno, primero con preguntas, después con consejos, finalmente, con un abrazo que le ayudó a empezar a serenarse.
Su compañero se acababa de recostar a su lado, pero sólo para cubrirse de las heridas con el edredón. La espalda curva, la respiración profunda, un silencio que no tardaría mucho en despertar de nuevo a la bestia. Y ella no quería eso. No era el momento, ni el lugar.
Por eso salió despacito de la cama, marcó un teléfono y se dejó hacer. Carmen siguió, paciente, el protocolo para estos casos.  Y a pesar de ser nueva en esto, enfocó rápidamente el problema y acertó con los consejos que le fue dando.
Sólo redes sociales de amigos y familia. Ese había sido uno de los consejos. Separa, respira, cuídate, y créete que ya haces SUFICIENTE. Quiérete porque estás queriendo a todos mucho, sin darte cuenta, y te estás entregando sin medir las consecuencias. Y cuando llegues a casa -seguían los consejos-, cuando vuelvas de ese mundo que te atemoriza, recupera para ti un rincón. Así que sólo redes sociales ‘amables’. Deja el trabajo para mañana. Ya habrá tiempo de volver a emborracharse con datos y duros testimonios.
Por eso respiró, se animó. Y por eso, tras dar un beso y un abrazo a su compañero, una vez habían pasado cuarenta minutos y tres cigarrillos después, la ventana abierta y el sol entrando a bocanadas, se acercó de nuevo al teléfono y tocando, casi con miedo, la pantalla, deslizó hacia la izquierda el dedo.
Y consultó un estado. Y vio algo que no le gustó nada. La prepotencia, la chulería, el descaro en una imagen. La prueba que necesitaba para saber que, a partir de ahora, si quería seguir usando esa red social para cuidarse el alma, y cuidar de quienes quería, habría de eliminar de ella a mucha gente, esa mujer de altanera sonrisa, entre otros.
Pero antes de hacer aquello, volvió a respirar despacio por espacio de veinte minutos. Escribió estas líneas y decidió que no merecía la pena. Ahora el cosmos estaba empezando a alzar su voz, para dolor o dicha de todos los humanos la maquinaria había comenzado a moverse. Y ella no era quien para juzgar aquel acto de profundo egoísmo. Acabó de escribir estas letras y cogió a su hija de la mano. Iba a terminar el día con ella, haciendo algo realmente agradable. Algo que de verdad mereciera la pena.

27 de febrero de 2020

Un regalo envuelto en palabras

El minutero alcanza las 12 en punto y ahí, exhibiendo toda su solemnidad, el ángulo recto en el reloj nos dice a ambas que ésta es la hora a la que teníamos que encontrarnos.

Tú, al igual que ya lo hiciera tu hermano cuatro años y medio antes, te empeñaste en alterar la hora de comida del doctor Oliver.
Al menos José dejó que llegara al café del postre, tú en cambio ya mostrabas tu impaciencia desde el principio.

Habías cruzado el umbral entre caras de sorpresa... La mía cuando las hábiles manos del tocólogo me mostraban un mechón negro de pelo que acababa de cortar cuando tu cabecita coronaba... La de él mismo, y seguro, la de tu padre, cuando fue preciso desatar el nudo que el cordón umbilical se había formado alrededor de tu cuello... 
Son recuerdos tan precisos que ahora me alegro de atesorar... Ahora que mi cabeza tiñe canosa, y ahora que me empeño en seguir pareciendo joven para que tú no olvides que aquí tienes a algo más que una madre. 

El tránsito hacia el desenlace no pudo ser más divertido en tu caso. Sonaba, aquel 2009, en la cabeza de muchos, aún, la cantinela de un spot de televisión en la que unos hippies decían lo de "paz y amor, y el plus, pá'l salón". Recuerdo cómo tu padre me seguía el rollo mientras esperábamos en el paritorio...  la epidural me había deslenguado hasta el punto de hacerme repetir entre risas ese tonto mantra, feliz de esperar nuestro encuentro, y con la tranquilidad de las madres expertas. 

Ver tus mofletes y adorarte, ya lo sabes hija, fue todo uno. 
Rebosabas esa salud ruda de quien se ha gestado en medio del estrés de una treinteañera, una medio niña-medio mujer, que ya empezaba a aprender a torear a sus fantasmas aunque aún no había perdido del todo esa candidez que me trajo tantas noches de lágrimas de impotencia.

Tu llegada cerraba un círculo que para mí ha sido más que perfecto. Completaste con tu presencia un proyecto que he intentado, en estos once años, compatibilizar con mi experiencia como profesional. Y juro que no cambiaría nada, aunque el sistema nos siga negando el pleno desarrollo al que tenemos más que justificados derechos las mujeres que además somos madres.

Tienes ahora la edad más bonita y más reveladora que yo misma hubiera pensado para tí. Socarrona y visceral como yo, sensata y firme como tu padre, alegre como nadie imagina, y tenaz, fuerte y luchadora como solo tú puedes serlo. Siempre le echo la culpa de ésto último a los baños a 15 grados que me dí en aquellos ríos subterráneos de la Riviera Maya cuando tú apenas sumabas unas pocas semanas en mi vientre. Entonces saliste a buscarme, a través del lenguaje de un delfín, y entonces supe que mi futura socia de viaje iba a ser una mujer de bandera.

Feliz cumpleaños, Paula. Es un orgullo ser tu madre.