En silencio, algo cansada, y con un leve hilo de dolor en los ojos que se me enrosca tras las orejas y desciende, por ambos lados tras mi nuca, buscando el pecho, el centro de mi ser… tropecé accidentalmente con un periódico en formato papel.
Sorprendida porque hacía meses que no me descubría a mí misma acariciando esta textura y después de haber leído escandalizada algo sobre un violador que aún no ha recibido su pena… -un vil machista malnacido que operaba sin impunidad en una de las ciudades donde viví-, di, como es habitual en mí, un salto de pértiga sobre la sección de deportes y, tras meterme una nueva dosis de dolor cual anestesia epidural gota a gota recorriendo sobre ese hilo imaginario del que hablaba antes llegué a saber de una artista que se ha atrevido a hacer algo que a mí a veces me ha tentado tanto como temido.
Hablo de Eugenia Lim. Es una joven artista australiana que se ha sentido atraída por un fenómeno que en Japón es cada vez más habitual entre los jóvenes nipones. El hikikomori (http://www.youtube.com/watch?v=R5J8SrTCPt8).
No sé cómo empezar a hablar del fenómeno sin caer en la demagogia. Es un grado más de la adicción a la tecnología, o al menos así lo veo yo. Pero no me preocupa en tanto es un paso más por procurarse un contexto rico en medios de comunicación, sino por el elevado grado de aislamiento social que eso implica.
Miro a Eugenia Lim (http://stayhomesakoku.tumblr.com/) a través de ese agujero, la única ventana que ha tenido abierta al mundo durante una semana, y veo la más absoluta de las soledades. Veo la muerte, si es que acaso la muerte pudiera moverse, bailar, dormir, peinarse, mirarse ante un espejo. La veo a ella y salgo corriendo en busca de un espejo, porque igual mi conciencia se ha dormido y yo estoy ahí, formando parte de ese retrato.
Eugenia ha sido valiente y se ha metido en la boca del lobo. A muchas personas les cuesta trabajo reconocer que coquetean con el aislamiento más minutos al día de lo que la Organización Mundial de la Salud debiera permitir como saludable. No hablo de quien escapa a un monte a meditar, no hablo del ermitaño… Hablo de quien no respira más oxígeno que el que se encierra entre cuatro paredes; de quien sólo usa su retina para explorar en diferentes pantallas, por más que el HD le muestre la riqueza de los matices… Me he asustado. Casi tanto como cuando he leído la primera crónica de la que os hablaba esta noche, la del violador de esa ciudad del cinturón sur de Madrid; casi tanto como cuando he leído sobre las amenazas que caen contra una gran televisión pública española (la secuencia del veneno cayendo suave a lo largo del hilo me la dio James Bond… ¡una que es romántica!). Abrid cualquier día las páginas de un periódico en formato papel. Hacedlo, amigos míos. Os sorprenderéis con el cambio. He vuelto a experimentar que se puede estar solo, pero no aislado. No me llaméis demagoga por hablar de esto por aquí. Sé bien de lo que hablo, también hago televisión, y no por eso paso el día frente a ella. Cuando cerréis hoy vuestra sesión, desempolvad un diario. Descubriréis un mundo de sensualidad del que poco a poco nos estamos olvidando…
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